Que la tierra le sea leve al gran Francisco Ibáñez
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Que la tierra le sea leve, Francisco Ibáñez
Yo también vengo a llorar la muerte de Francisco Ibáñez. Que llegue un poco tarde se ha debido a una serie de artículos, que me han ocupado hasta hace apenas unas horas, impidiéndome acusar el óbito de este gran historietista español el pasado sábado, cuando, como el resto de los lectores de las aventuras de Mortadelo y Filemón, sentí la noticia de la muerte de su creador con un dolor muy íntimo. Porque yo nací en la España del tebeo, que con tanto acierto la llamó Antonio Altarriba en el excelente ensayo que dedicó a tan queridas viñetas en 2001. Aquella España en la que el término “cómic” aún estaba por acuñar -como tantas palabras llegó siendo un extranjerismo, que empezó a oírse a finales de los años 60- y no digamos el resto de las denominaciones, aún más pomposas y recientes -noveno arte, novela gráfica-, que, en cierto sentido, denotan la elocuencia que nos falta para hablar de los tebeos con todo el cariño que les profesamos y el encomio que, sólo por eso, se merecen estas “publicaciones infantiles” -o “juveniles”- que se autodenominaban en la leyenda que rezaba bajo el título.
Si nunca me cansaré de decir que yo fui el niño más feliz del mundo, es, entre otras cosas, porque nací en el Madrid de la queridísima España del tebeo. Como ya sabrán los lectores de esta bitácora, Tintín, el infatigable reportero de Le Petit Vingtième, es la primera referencia de mi mitología personal. Pero Tintín, en el año 63 -cuando se convirtió en mi primer mito- se leía -yo aún no sabía hacerlo, me bastaba el encanto de sus dibujos- en álbumes que me traían los Reyes Magos o me obsequiaban en los cumpleaños y demás ocasiones especiales. Los tebeos me los compraba mi madre los domingos al salir de misa o para que estuviera callado cuando me llevaba de visita.
Los primeros que recuerdo son los Pumby de la Editorial Valenciana. Después las Hazañas Bélicas del gran Boixcar, publicadas en origen por Toray, cuya colección completa aún atesoro en una reedición de los años 90. Al igual que otra de los 2000, en Plural, y concebida exprofeso para su comercialización por entregas semanales, de cincuenta aventuras de Mortadelo y Filemón. El sulfato atómico (1969), que siempre ha sido mi favorita, fue el primer álbum que me compré yo mismo. Aún recuerdo cómo ahorré, peseta a peseta de mi asignación semanal, hasta llegar a los veinte duros que me costó en la librería Progreso, de la madrileña calle de Illescas, ya desaparecida por la secular animadversión que profesa a los libros una buena parte del paisanaje de la patria de Cervantes. Menos mal que, quienes los amamos por encima de todas las cosas, suplimos con nuestra entrega a los textos la inquina que les tienen los descendientes, qué duda cabe, del cura y el barbero que le expurgaron y quemaron la biblioteca a El Caballero de la Triste Figura.
“El Quijote no siempre empieza en un lugar de La Mancha”, decía el primer eslogan que realzó a los tebeos. Se daba a entender con él que el amor a la lectura -que al ser la mejor expresión del pensamiento y la cultura es lo que de verdad dignifica y enriquece al ser humano, que no la siempre infausta política, que invariablemente lo aboca al abismo-, no necesariamente tiene que empezar ni en El Quijote ni en ningún otro clásico. Perfectamente podía arrancar con un tebeo, que por aquel entonces ya se empezaba a enaltecer bajo el nombre de cómic. Ése fue mi caso, sin ir más lejos. Pero yo ya amaba tanto al TBO original, el que dio nombre a sus pares, que siempre he usado indistintamente las dos denominaciones. De hecho, me enorgullezco de haber nacido en la queridísima España del tebeo. Entre otras cosas, por todo el placer que me ha proporcionado. Decir la España del cómic sería aludir a un concepto impreciso: habría que definirlo antes de referirse a él. Sin embargo, cuando Altarriba habló por primera vez de la España del tebeo, cuantos la conocimos sabíamos perfectamente a qué se refería. En líneas generales, no era otra que aquella que se fue entre Flechas y Pelayos -y el resto de las publicaciones señeras de posguerra- y Makoki, el inolvidable personaje de Gallardo y Mediavilla, ya en la transición.
Si aquella España del tebeo tuvo una edad de oro, esa fue la marcada por las publicaciones de la editorial Bruguera -Pulgarcito, Tío Vivo, El DDT, Din Dan…- y si dentro de ella hubo un historietista que caló más hondo que ningún otro entre los lectores, ése fue el gran Ibáñez. Sin duda alguna, el dibujante más querido de todo el tebeo español. Más incluso que Victor Mora y Ambros, los creadores de El Capitán Trueno, todo un clásico del tebeo español, también nacido en Bruguera.
Como el común de los lectores de Mortadelo y Filemón, yo descubrí a todos los personajes del gran Ibáñez en los tebeos de Bruguera. Aquellas antiguas delicias de la edición patria que, una vez leídas, se cambiaban como cromos. Amén de en el quiosco, podían adquirirse en las librerías de lance, donde su condición de “usados”, se daba a conocer por un pequeño triángulo del ángulo superior izquierdo rojo. Si aparecía recortado es que aquel tebeo ya había tenido un lector. Creo recordar que descubrí a los técnicos de investigación aeroterrestre en Pulgarcito, publicación en la que, al parecer nacieron en 1958. En las revistas -es decir, en los tebeos propiamente dichos- cada personaje llevaba, únicamente, un número determinado de páginas. Si ya destacaban, como el caso de la pareja de agentes, solían ser dos: a menudo las centrales. Como es harto sabido, 13 rue del Percebe, otra de las grandes creaciones de Ibáñez, era la última. Con el tiempo, cuando la obra del gran dibujante barcelonés que hoy lloramos accedió a ese podio que ocupa en la historieta española, Rompetechos, Pepe Gotera y Otilio chapuzas a domicilio y el también querido botones Sacarino, merecieron sus propios álbumes. Pero cuando Mortadelo y Filemón inspiraron a su creador El sulfato atómico, ellos solos merecieron dicho privilegio. Y lo era, sin duda, pasar del tebeo al álbum. Hasta las viñetas parecían más grandes en estos segundos, que al principio solo se vendían en librerías, a diferencia del tebeo, que se adquiría en los quioscos.
Ya en mi primera lectura, El sulfato…, además de una parodia de las películas de agentes secretos, tan en boga entonces, me pareció en la estela de El dictador y el champiñón (André Franquin y Maurice Rosy, 1956). Ibáñez, sin pretender menoscabar en modo alguno su maestría al apuntar esto, siempre se ha antojado más influenciado por la escuela de Marcinelle que por la de Bruselas. Pero está clarísimo que estaba mucho más cerca de la bande dessinée que de ninguna otra tradición historietística. Y no sólo por la frecuencia con la que incluía frases en francés en sus bocadillos. Mi querido botones Sacarino casi es un trasunto de Tomás el Gafe, otro de los grandes personajes de Franquin. Pero ésta es una conclusión a la que llegué cuando ya se me había pasado la edad de leer tebeos.
Coleccioné las aventuras de Mortadelo y Filemón en Ases del Humor, la primera edición que conocieron como álbumes, durante una buena parte de los años 70: Valor y al toro (1970), Magín el mago (1971), El caso del bacalao (1971), La historia de Mortadelo y Filemón (1971), donde se nos contaba como un crecepelo del doctor Bacterio dejó calvo al otrora llamado Mortadelo el melenudo… Siempre supuse que esa forma de Ibáñez, de organizar sus álbumes de los de la TIA en varios episodios de dos páginas, debía de obedecer a la costumbre de las dos páginas semanales de los tebeos. En fin, aquellos Mortadelos, en los que fui haciéndome con el universo de la TIA -el superintendente Vicente; Ofelia, la secretaria, el ya citado Bacterio- fueron todo un placer hasta que la mala vida, los desatinos y los desastres me llevaron a vender todos mis cómics, a excepción de las primeras y segundas ediciones de Tintín, por lo poco que me dieron.
Ya andando los años 90, cuando empezaba a pasárseme la edad de seguir leyendo tebeos, comencé a estudiar el cómic de mi agrado con el mismo interés que el resto de las manifestaciones artísticas y literarias que me conmueven. Ya en los 2000, en las relecturas de aquellos álbumes de Plural, me di cuenta de que Mortadelo, en las escasas viñetas que se quita las gafas, es uno de los personajes más tristes de toda la historia del cómic. Tanto él como el “jefe”, que llama siempre a Filemón, son rencorosos, como en la vida misma. Aunque en las viñetas, al menos en las que yo conozco, ese resentimiento que se guardan los de la TIA no lo tiene nadie. Me gusta especialmente esa estampa final, tan frecuente, en la que Mortadelo muestra uno de sus disfraces, en un desierto, en el polo o en cualquier otro lugar remoto, cuánto más mejor, del horizonte donde han protagonizado su último desastre. Allí, la víctima del desaguisado los busca con armas terribles para darles muerte. A veces es el titular de un periódico el que da noticia de la hecatombe que han armado.
También fue entonces, en mis primeros estudios sistemáticos del cómic, cuando empecé a comprender la grandeza de la obra de Francisco Ibáñez en toda su dimensión. El gran problema del tebeo en España es que no se empezó a considerar como ese noveno arte que es, según la numeración actual de las musas, hasta muy tarde, hasta aquello de que El Quijote no tiene necesariamente que empezar siempre en un lugar de La Mancha, que un futuro buen lector de Schopenhauer, perfectamente, puede nacer al abrir por primera vez un cómic.
Cuando los tebeos no eran más que baratijas para que los niños estuvieran entretenidos, sus creadores cobraban en consecuencia. Es decir, una miseria. Así las cosas, no eran más que una mercancía de consumo rápido. Tanto que los historietistas, muy a menudo, se veían obligados a abandonar los fondos para producir más y, de este modo, ganar, si no mucho, sí suficiente para vivir sin demasiadas estrecheces. Probablemente, si los grandes dibujantes españoles hubiesen ganado igual que Franquin, Hergé o el resto de los maestros de la bande dessinée, los fondos de sus viñetas hubieran sido tan ricos como los de las aventuras de Alix, del gran Jacques Martin. En fin, de lo estrechamente ligado que está el tebeo español a la necesidad, a la subsistencia en condiciones económicas precarias, vienen a dar fe personajes como el bueno de Carpanta, de Escobar, otro de los grandes dibujantes de Bruguera.
Y también da fe de lo mal retribuido que ha estado siempre el cómic en España el estajanovismo del gran Ibáñez. Puede que sólo empezase a estar bien pagado al final de su carrera, cuando pudo dejar al resto de sus personajes y dedicarse sólo a los agentes. Hasta entonces concibió tanto buen cómic acuciado por la necesidad de sacar a su familia adelante. Murió trabajando.
Tuve la gran suerte de entrevistarle por teléfono, con motivo de una selección de sus álbumes publicada por El Mundo. Lo primero que hice fue agradecerle los buenos ratos que había pasado con Mortadelo y Filemón desde mis primeros pasos como lector. El maestro aceptó mi gratitud con la misma simpatía que hacía con la de todo el mundo. Pocos de los que se van allí de donde nunca se vuelve dejan tanto cariño entre todos como el gran Ibáñez.
Pocas cosas me parecieron tan justas como esas iniciativas, a las que asistimos en los últimos tiempos, para premiar a este gran historietista barcelonés con el Princesa de Asturias o el Nacional de Literatura. Desde luego, méritos no le faltaban al creador de tanto buen cómic. Qué la tierra le sea leve al gran Francisco Ibáñez.
Publicado el 20 de julio de 2023 a las 23:00.